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DÍA 13

El día ya estaba avanzado. Vaya, sí que había dormido ese día. Me levanté, me estiré, bostecé, di gracias por la vida y dije: «hoy es un día de paz y amor». Fui a dar un paseo y, a la vez, hice una práctica de concentración. Cada paso que daba repetía mentalmente la palabra «OM». Al principio resultó fácil hacer la práctica, pero cuanto más tiempo transcurría, iba notando que tenía que poner más voluntad en mantener el ritmo. La mente se cansaba pronto de estar enfocada en sólo hacer y pronto, cuando podía, buscaba maneras de dispersarse. Presentaba imágenes de recuerdos, imaginaciones, invenciones… Lo que fuera para distraerse.
Cuando terminé de andar, hice una clase de Yoga y una vez finalizada, me quedé en silencio sintiendo qué hacer aquel día. Hacía días que me asaltaba un pensamiento y en aquel momento me volvió a venir a la cabeza: “¿Cómo deben de estar mi madre y mi abuela?” Me levanté y miré la hora. ¡Qué bien! En treinta minutos salía un tren para Les Borges Blanques. Ese día iría a ver a mi familia.
Pero antes me gustaría contarte qué pasó cuando regresé de mi viaje a la India.
Cuando te expliqué las vivencias con Vinud, no sé si te acordarás que mencioné que me ofreció la posibilidad de volver con él a la India –concretamente al Himalaya– y que no fui debido a la repentina enfermedad de mi abuela. Ahora me gustaría continuar ese relato que me ayudará a explicarte los motivos por los que no fui.
Después de volver de la India, decidí que iría con Vinud al templo que él preside en el Himalaya. Después de tanto tiempo practicando y meditando, tenía la posibilidad de convertirme en un Sadhu. Un Sannyasa. Un renunciante. Me sentía feliz y lleno de gratitud, de modo que regresé a España para vender todo lo que no necesitase.
Como buen renunciante, sólo necesitaba lo imprescindible. Vendí casi todas mis pertenencias: ordenadores, impresoras, la furgoneta de la empresa… Y con la ayuda de mi hermano y mi madre cerré un préstamo bancario; con lo cual sólo me quedaba la casa de campo. La pusimos a la venta, pero por esas cosas de la vida no se vendía, así que opté por quitar todas las cosas que pudiesen atraer a los amigos de lo ajeno y dejarla cerrada.

DESVINCULAR LAZOS KÁRMICOS 
 
DE REGRESO A LA INDIA

PARADA EN EGIPTO: 40 DÍAS Y 40 NOCHES
 
EL MENSAJE DE LA VOZ INTERIOR: VIAJAR SIN DINERO AL MONTE SINAÍ (MONTE DE MOISÉS)

¡LLEGUÉ A LA CIMA!

RESCATE EN EL MONTE DE MOISÉS

VUELO CANCELADO AL HIMALAYA

LA ENFERMEDAD DE MI ABUELA
 
Cuando llegué al hospital y vi a mi abuela tan desmejorada, comprendí a mi madre. Por otra parte, la abuela necesitaba a alguien todo el día allí, con ella. Hicimos turnos: mi madre se quedaría por las mañanas y yo, que tenía más disponibilidad, le haría compañía durante el resto del día. «La abuela siempre ha cuidado de todos y ahora tenemos la oportunidad de hacerlo nosotros por ella», pensé. 

Quizá sabes lo que es tener a un ser querido en el hospital, y más aún si también todos los parientes cercanos trabajan. Si no lo sabes, mejor. De modo que tomé la decisión de quedarme con ella todos los días en el hospital y cuidarla como ella había hecho conmigo cuando era pequeño. 

Te tengo que decir que, gracias al Yoga, pude aguantar el ritmo de las noches en vela y los cambios de horario. Adapté mi biorritmo al de mi abuela. Cuando ella dormía, yo dormía o meditaba; cuando acababa de darle de comer, yo comía después; cuando estaba despierta, le hacía compañía y la animaba. Casi nunca dormía más de dos horas seguidas y por las noches casi nunca pegaba ojo. Gracias a la meditación, pude mantener ese ritmo de dormir a deshoras. El trabajo fue intenso, pero también fue una oportunidad para poder practicar el autocontrol. Si tú estás en equilibrio, todo lo que sucede a tu alrededor se convierte en equilibrio. Creo que hay que convertirse en un diapasón de buenas vibraciones para que, por simpatía, los demás vibren en la misma melodía. Si ellos quieren, claro está.

Cuando me marché hacía ya más de un mes a Egipto, mi abuela tenía dos úlceras de presión en cada pierna. Recuerdo que eran pequeñas y se las curaba sin problemas. Me quedé de piedra al ver que las heridas se habían extendido a casi la totalidad de la espinilla. Los médicos decían que seguramente tendrían que cortarle las piernas. No te voy a comentar nada más de esto ni todo lo que pasamos con los médicos; de sobras sabes lo que es eso. Le pusieron una transfusión de sangre y nos mandaron para casa. «Nosotros no podemos hacer más», nos dijeron. Durante ese año habíamos pasado varias veces por el hospital y, casi siempre, el diagnóstico era el mismo: hay que cortar. 

Gracias a que una doctora escuchó esa vocecita en su corazón que le dijo que por muy mayor que fuese mi abuela tenía que ser operada, que la esperanza es lo último que se pierde y gracias a todo lo que aprendí en la Cruz Roja… el amor y el cariño de la familia, en especial el de mi madre, las heridas se han cerrado y ahora mi abuela conserva las piernas. 

Es difícil de explicar todo lo que he hecho por la familia y amigos este año, pero lo que quiero hacerte llegar no son mis logros, sino decirte que hay algo en nuestro interior más sabio que la propia mente. Si aprendemos a escucharlo, la felicidad está garantizada.
 
Volviendo al día 13, me dirigí en tren a ver a mi familia que hacía días que no sabía nada de ellos. Mi abuela estaba estupenda: sólo hacía falta que se le curasen unos dedos del pie. Un año atrás, ni nosotros ni los médicos no dábamos un duro por ella y ahora, después de tantos mimos y dedicación, aún podríamos volver a verla andar. Ese día lo compartí con ellas y me quedé a dormir en casa de mi madre.

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